lunes, 9 de julio de 2012
UN COMETA EN EL CABLE ELECTRICO
La base de toda virtud es el dominio de sí mismo. En cuanto alguien se hace esclavo de sus instintos, pierde inmediatamente la mejor garantía de su vida moral: el gobierno de sí mismo. Quien se deja arrastrar, sin oponer resistencia, por los deseos sensuales, no sólo pierde el derecho de llamarse joven de carácter, sino incluso de llamarse hombre. En el concepto de hombre se incluye el mando, el saber oponerse a las pretensiones ilegítimas del cuerpo, a sus explosiones desenfrenadas. Con asombro vemos en la vida no sólo los niños, en quienes prevalece el poder de los sentidos, sino hasta hombres maduros, que obran bajo la influencia de la primera impresión. Cuán increíblemente débil es su autodisciplina que, sin embargo, podría ayudarles a considerar antes si su acción es justa, legal, conveniente, y las consecuencias que acarrea. Las olas instantáneas de la vanidad ofendida y de la ira, del sensualismo y del orgullo, los empujan y los arrastran a obras que, a los cinco minutos, son los primeros en lamentar. Un porcentaje enorme de los crímenes se borraría en el mundo, si los hombres aprendieran a practicar bien una sola virtud: saber mandarse a sí mismos.
Al filósofo pagano Crates, cierto día le pegó tanto el pintor Nicódromo, que se le hinchó toda la cara. ¿Sabes cuál fue la venganza de Crates? “Le dio otro golpe” – piensas tú”. No. Sobre su cara hinchada puso esta inscripción: “Es obra de Nicódromo”. De este modo, toda la ciudad vio qué alma tan vil tenía el pintor, y cuán aprisa se dejaba llevar por la cólera.
Uno de mis estudiantes tuvo otra solución en un caso semejante. Sin querer, dio un empujón a uno de sus compañeros; éste no se quedó corto y bruscamente le dijo: “¡Eres el mayor animal del mundo!” Y, ¿sabes qué contestó mi estudiante, con calma y serenidad? No dijo más que esto: “Pero por favor, ¿cómo puedes olvidarte tanto de ti mismo?”.
Dicen que los hombres de hoy tienen una manera de pensar terriblemente materialista. Es un hecho triste e innegable. Y no obstante, hasta estos mismos hombres que tienen un concepto tan mezquino del mundo, tan apegado al fango de la tierra, ofrecen el tributo de profundo respeto a hombres en quienes el espíritu triunfa sobre la materia.
¡Con cuánto entusiasmo acogió el mundo entero hace ya muchos años, la noticia de que Amundsen (1), el viajero intrépido de los Polos, después de muchas privaciones llegó al Polo Sur! Y ¡qué sincera fue la compasión cuando supo, que Shakleton (2) había muerto congelado, unas millas antes de llegar a su término!... ¿Qué es lo que celebra la humanidad en estos descubridores? Estos hombres no abrieron ninguna mina de diamantes, no inventaron máquinas nuevas. Celebra en ellos el triunfo del espíritu, del alma, sobre las fuerzas del cuerpo, de la materia, de la Naturaleza.
En una pequeña ciudad de provincia encontré un día por la calle a un niño que lloraba desconsoladamente. Durante largos días había trabajado fabricando una hermosa cometa; había adornado, pegado..., y cuando ya quiso soltarla, se le quedó enganchada en un cable de electricidad de un poste. La hermosa cometa se retorcía impotente bajo el soplo del viento sobre el cable y se iba destrozando. El niño lloraba al pie del poste por aquel trabajo hecho con tanto esmero y preocupación.
El alma de cada muchacho bien volaría hacia las alturas. Pero la de muchos queda enganchada, por desgracia, en los arenales del entendimiento que duda, en los peñascos de la moral, en las redes de las pasiones. ¡Pobre niño! ¡Cómo llora cuando su cometa, que con empuje emprendió el vuelo, se enreda entre los cables y se hace pedazos! ¡Cuidado, que tu alma en su ascenso, no quede aprisionada entre las garras de las pasiones y en el laberinto impenetrable de las fuerzas desordenadas del instinto!
(Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”, Nueva Edición, 2009
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