martes, 10 de julio de 2012
. “VÍCTOR HOSTIUM ET SUI”
No hay quizás empresa más difícil que la de hacer comprender, a un fogoso muchacho de catorce o dieciséis años, por cuyos nervios pasan corrientes eléctricas de gran tensión y por cuyas venas corre, no sangre, sino lava encendida, cuán heroica y noble es la victoria de sí mismo, la paz, la serenidad, la paciencia.
Si un amigo me hace una zancadilla, y yo no puedo contestarle con valentía y cruzarle la cara; si alguien me maltrata, y yo no puedo darle un bofetón; si se burlan de mí, y tengo que callar lo que llevo dentro...; todo esto es tarea muy difícil. ¡Y llegar a creer que todo esto no es cobardía, ni timidez, sino por el contrario, la muestra más hermosa de la fuerza de voluntad, fuerza robusta, varonil! Y no obstante es así.
El dominio de sí mismo no es el silencio de una voluntad endeble, no es una resignación pasiva, sino clara muestra de una voluntad disciplinada, que es dueña de todas las circunstancias, y sabe pesar de antemano el significado de la palabra que se va a pronunciar.
El dominio de sí mismo no goza de simpatías entre los jóvenes, porque éstos le dan un significado erróneo. El dominio propio no significa, ni mucho menos, que hayamos de sufrir todo ataque con mansedumbre de cordero y recibir cualquier ofensa sin una frase de réplica. No. Quien tiene introducida su fuerza de voluntad, podrá contestar también la ofensa. Pero no se rebajará con violencias, insultos, ni golpes, a la condición despreciable de su adversario, sino que con modales llenos de dignidad y con palabras prudentes, herirá al ofensor en su punto más sensible.
Quien no tiene dominio de sí mismo, se parece al que no sabe andar, no puede mantenerse de pie, y a cada paso tropieza. Sin dominio de ti mismo es imposible que seas joven de carácter.
Un sublime ejemplo nos dio Nuestro Señor Jesucristo, cuando en el proceso de la Pasión, un soldado le hirió en la cara. El Señor hubiera podido castigar con la muerte a aquel hombre que ofendía a Dios. Y, ¿qué hizo? Con admirable serenidad le dijo: “Si yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres?”(1).
(Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”, Nueva Edición, 2009
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