En circunstancias normales, antes de la Primera Guerra Mundial, los estudiantes no tenían mucho que ver con el dinero. Sus padres ganaban, sus padres gastaban por ellos, y los muchachos, con suerte, tenían algunos pesos con los que podían permitirse algunos antojos.
Pero hoy vivimos tiempos extraordinarios. La locura, la caza del dinero, el auri sacra fames ha ya cautivado muchas almas de estudiantes. Estudiantes jóvenes emprenden especulaciones, corren tras el dinero, y no hace mucho que se suicidó un estudiante en Budapest porque no pudo pagar sus pérdidas en la Bolsa. ¡Qué espantosa tragedia! Creo, pues, muy oportuno escribir aquí algunos pensamientos acerca del dinero.
Yo quisiera que tuvieses concepto cabal de lo que vale. No se puede vivir sin dinero, es verdad; pero no lo es menos que vivir tan sólo por el dinero, no es vida humana. La caza del dinero no puede ser fin digno de la vida humana, ya que el dinero es sólo medio para la obtención de los bienes más elevados de la vida. Y, por desgracia, son también hoy muchos los que queman incienso al becerro de oro, como los judíos idólatras en el desierto, y también hoy en muchos círculos de la sociedad, se valora al hombre de esta manera: “¿Ves? Éste tiene auto y 1.000 hectáreas de tierra”. Ante ti, amado joven, lo principal será siempre esto: “¿Ves? Es un hombre honrado de pies a cabeza”.
Un hombre rico dijo en el lecho de muerte: “He trabajado durante cuarenta años como un esclavo para labrar mi fortuna; los años que me restaban de vida los he empleado en guardarla como un policía, y, ¿qué he recibido en cambio? Comida, casa y vestido”. Tiene razón San Bernardo: “La fortuna la conseguimos con fatigas, la guardamos con pesares y la perdemos con dolor”.
¿Qué? ¿Entonces no está permitido crearse una fortuna con honrado esfuerzo? Claro que sí. Pero quien adquirió una copiosa fortuna con la que podría hacer tantas obras buenas a favor de sus prójimos que sufren, y las omite, este tal no tiene perdón de Dios. Según la enseñanza sublime de Jesucristo, sólo está permitido amontonar grandes bienes, si con ellos hacemos obras de misericordia.
No hay que ser comunista, ni es necesario negar el derecho de propiedad para conceder, que las enormes fortunas de hoy no ha podido amontonarlas un solo individuo; muchos obreros las regaron con su sudor. Por lo mismo, se debe invertir algo de tales fortunas en el bien común, a favor de la humanidad. Noblesse oblige “Nobleza obliga”, es un proverbio que muchos conocen y practican. Pero la riqueza obliga también; obliga a prestar auxilio, a portarse con generosidad. Graba en tu alma las sabias palabras del emperador Constantino El Grande: “Depende del destino el ser emperador; pero si el destino te colocó en un trono, esfuérzate entonces para responder bien a tu divinidad”.
Te lo ruego, pues, encarecidamente, hijo mío. Si Dios te deparó padres poderosos, esfuérzate por injertar cuanto antes en tu alma el espíritu cristiano, que es espíritu caritativo y social. “El corazón se endurece más a prisa en la riqueza que el huevo en el agua hirviente”. (Burne) ¡Hijo del dueño de una fábrica, de un gran industrial!: piensa sólo que mientras en la caja de tu padre entran gruesas rentas mensuales, muchos miles de miembros sudan para ello en las entrañas de la tierra al débil resplandor de una linterna; cuántos obreros están junto a los hornos encendidos y a las ruedas de máquinas en continuo movimiento; cuántos caen víctimas de una desgracia, durante el trabajo pesado y difícil. Y a todos ellos los esperan en casa su familia, sus esposas y sus hijos, muchachos como tú, pero a quienes les falta muchas veces el pedazo de pan.
Si tales pensamientos viven en tu alma, encontrarás medios desde ahora para ayudarlos una y otra vez según tus posibilidades, y aún más, echará en ti profunda solidez el serio pensamiento, y, ¡que por desgracia es hoy tan raro entre las personas acomodadas!, de que recibiste de Dios tu fortuna sólo a manera de préstamo, y que un día tendrás que rendir estricta cuenta de su empleo. Créeme, hijo: si este modo de pensar no fuera raro entre los ricos, ¡y sin embargo es doctrina característica del cristianismo!, se podría resolver en un solo día la cuestión social tan peligrosa y que amenaza con un derrumbamiento completo.
Preguntaron una vez a un rico que había sabido abrirse camino a costa de grandes luchas, cómo pudo reunir tanta fortuna. Así contestó el rico: “Mi padre me inculcó profundamente que no debía jugar antes de acabar el trabajo; no gastar el dinero antes de poder ganarlo”.
Palabras sencillas al parecer, pero llenas de profunda sabiduría. ¡No derrochar el dinero que no has ganado! El que gasta el dinero ganado por otro, no puede llamarse todavía independiente, no es hombre acabado. Naturalmente, entre estudiantes no hay más remedio; ellos viven del dinero de sus padres. Pero deben proponerse firmemente no gastar ni un céntimo en cosas triviales. Ni menos comprar nada a crédito, es decir, no han de gastar hoy el dinero que sólo tendrán mañana, o pasado mañana.
Gasta siempre menos de lo que juntas con tu renta. Muchos hombres están descontentos, no porque no ganan, sino porque no saben frenar sus pretensiones. Grandes propietarios, dueños de inmensas fortunas, se volvieron pobres, sin un techo que los abrigara, porque no cumplieron esta regla. Y no quisiera creer, lo que Walter Scott pone en boca de uno de sus personajes históricos: “Ejecutó más alarmas el dinero sin filos, que cuerpos la espada cortante”. Por otra parte hombres de mediana fortuna pueden vivir honradamente y sin pesares, si conocen el arte de la economía.
Hay muchos jóvenes que no saben manejar el dinero. Si pasan ante una pastelería, ante una tienda de fotografías, de deportes o de música o ante un cine, cada cual según sus gustos, y tienen dinero en su bolsillo, no pueden dominarse. Estos muchachos en vano tendrán cuando sean hombres rentas de millones; nunca estarán satisfechos y nunca tendrán dinero, porque toda su fortuna se derretirá entre sus manos, como la nieve al primer rayo de sol.
(Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”, Nueva Edición, 2009)
lunes, 26 de noviembre de 2012
lunes, 19 de noviembre de 2012
¿QUIERES PRESTARME..… ?
Otra prueba decisiva del carácter del joven es la manera de procurarse dinero, ahorrarlo y gastarlo. Haz lo posible en la vida para no tener que pedir dinero prestado. Es difícil devolverlo después. Por lo menos debes aprender que, quien todavía no gana, sino que vive de lo ganado por otro, no tiene derecho nunca a pedir prestado. Prepara su propia perdición quien se acostumbra a préstamos.
“Las deudas dan a luz seres terribles. Mentira, vileza, conciencias degradadas, hipocresías, todo esto pueden producir. En las caras abiertas y francas, marcan muy pronto las arrugas. Clavan el puñal hasta el corazón del hombre honrado”. (Jerold)
Quien contrae deudas, es esclavo en cierta medida: hipoteca su libertad. Si no has pagado a tiempo, ¡cómo temes encontrarte con tu acreedor!... Bajas la cabeza y tienes que humillarte. Más vale acostarse con hambre, que levantarse con deudas. Porque tiene razón el dicho: “El saco vacío no se aguanta” y “a lomos de la deuda cabalga la mentira”.
No suele ser la bendición la compañera del dinero prestado. Es un hecho comprobado por la experiencia, que los hombres manejan el dinero prestado con más ligereza, que el ganado con el sudor de su trabajo. No pidas por lo tanto dinero prestado ni lo des tampoco.
En casos excepcionales, cuando se trata de necesidades verdaderas, naturalmente puedes prescindir de la regla: pero harás un favor a la mayoría de los que te piden dinero, si rechazas su demanda. Si se enfadan, no te pese; no eran modelos de amistad. Porque nunca debe poner a un buen amigo en una situación tan embarazosa, como es necesariamente la relación ingrata que se entabla entre un acreedor y el que le debe.
Se cuenta sobre un caso muy interesante de un viejo filósofo persa, a quien preguntó un joven monje: “¿Qué he de hacer? Los hombres me estorban muchísimo. Me quitan los minutos más preciosos”. El anciano contestó: “Presta algo a los pobres, pide algo prestado a los ricos, y verás que no te molestan más”.
¡Cuántos robos, engaños, estafas, degradaciones y suicidios se habrían evitado, si aquellos infelices no hubiesen manejado el dinero con ligereza en su juventud!
(Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”, Nueva Edición, 2009)
“Las deudas dan a luz seres terribles. Mentira, vileza, conciencias degradadas, hipocresías, todo esto pueden producir. En las caras abiertas y francas, marcan muy pronto las arrugas. Clavan el puñal hasta el corazón del hombre honrado”. (Jerold)
Quien contrae deudas, es esclavo en cierta medida: hipoteca su libertad. Si no has pagado a tiempo, ¡cómo temes encontrarte con tu acreedor!... Bajas la cabeza y tienes que humillarte. Más vale acostarse con hambre, que levantarse con deudas. Porque tiene razón el dicho: “El saco vacío no se aguanta” y “a lomos de la deuda cabalga la mentira”.
No suele ser la bendición la compañera del dinero prestado. Es un hecho comprobado por la experiencia, que los hombres manejan el dinero prestado con más ligereza, que el ganado con el sudor de su trabajo. No pidas por lo tanto dinero prestado ni lo des tampoco.
En casos excepcionales, cuando se trata de necesidades verdaderas, naturalmente puedes prescindir de la regla: pero harás un favor a la mayoría de los que te piden dinero, si rechazas su demanda. Si se enfadan, no te pese; no eran modelos de amistad. Porque nunca debe poner a un buen amigo en una situación tan embarazosa, como es necesariamente la relación ingrata que se entabla entre un acreedor y el que le debe.
Se cuenta sobre un caso muy interesante de un viejo filósofo persa, a quien preguntó un joven monje: “¿Qué he de hacer? Los hombres me estorban muchísimo. Me quitan los minutos más preciosos”. El anciano contestó: “Presta algo a los pobres, pide algo prestado a los ricos, y verás que no te molestan más”.
¡Cuántos robos, engaños, estafas, degradaciones y suicidios se habrían evitado, si aquellos infelices no hubiesen manejado el dinero con ligereza en su juventud!
(Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”, Nueva Edición, 2009)
sábado, 10 de noviembre de 2012
“SHEMA ISRAEL”
Deuteronomio 6,2-6
Hebreos 7,23-28
Marcos 12,28b-34
La voluntad de Dios encuentra su máxima y definitiva expresión en el doble mandamiento evangélico del amor a Dios y al prójimo, el cual da sentido y unidad a toda la existencia cristiana y es al mismo tiempo el mejor antídoto contra la casuística farisea de la ley y el espiritualismo etéreo que descuida el compromiso concreto en la vida. Hoy Jesús nos ofrece la clave fundamental para cumplir la voluntad de Dios, que “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33): el amor íntegro a Dios como único Señor y el amor activo y desinteresado hacia el prójimo.
LA PRIMERA LECTURA (Dt 6,2-6) recuerda que los mandamientos de la antigua alianza no eran normas opresoras y caprichosas impuestas por Yahvéh, sino expresión de su voluntad concreta de vida y de felicidad para Israel. El pueblo era llamado a vivir en una relación de amor y de fidelidad con el Dios que le había liberado de la tierra de la esclavitud, y en la medida en que cumplía los mandamientos de la ley conservaba su existencia y su libertad (vv. 2-3). El conocido texto del “Shemá” (vv. 4-6), que el piadoso israelita recita diariamente, resume toda la ley. El mandamiento “Escucha, Israel” expresa la condición del pueblo y el sentido de su vocación, que es obedecer totalmente a la palabra de Dios. Así como Yahvéh es “Uno”, es decir, no está dividido en multitud de formas como los dioses cananeos, el pueblo está llamado a amarlo con amor único, indivisible y total. Del hecho de que el Señor sea uno y único deriva el imperativo de amarlo con la totalidad de la persona: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (v. 5). Del amor a Dios se pasa casi espontáneamente al cumplimiento de los preceptos: “Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo” (v. 6). Pero no se abandona la esfera de la interioridad. El vínculo entre los dos aspectos (amor a Dios y cumplimiento de los mandamientos) se afianza en “el corazón”. El amor al Señor con todo el corazón se manifiesta en el conservar sus palabras en el propio corazón. De nada serviría conocer y escuchar “las palabras que hoy te digo”, si no descienden primero al corazón, para ser meditadas con amorosa inteligencia y conservadas en la memoria, de forma que lleguen a convertirse en el principio que mueve y guía todos los pensamientos y acciones.
LA SEGUNDA LECTURA (Hb 7,23-28) presenta a Cristo como la síntesis y la perfección de los diversos aspectos del sacerdocio. A la contingencia y temporalidad de los sacerdotes de la antigua alianza, se opone la eternidad del sacerdocio de Cristo (v. 25); a su debilidad humana se contrapone su total santidad (v. 26); a su insuficiencia se opone su unicidad y totalidad (v. 27). Precisamente por eso la eficacia salvadora de Cristo es absoluta, mientras que el sacerdocio del Antiguo Testamento participaba de la impotencia, debilidad e incapacidad salvífica de la ley.
EL EVANGELIO (Mc 12,28-34) pertenece al conjunto de relatos polémicos con el que se concluye el ministerio de Jesús en el evangelio de Marcos. Jesús ha llegado finalmente a Jerusalén y se enfrenta con los representantes del judaísmo oficial en una serie de controversias religiosas sobre temas fundamentales de la fe. En el texto que se lee hoy un “maestro de la Ley” le pregunta: “Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de todos?” (Mc 12, 28). La pregunta refleja una de las preocupaciones más grandes del judaísmo de la época de Jesús, que buscaba afanosamente establecer un “principio unificador” de las distintas formulaciones de la voluntad de Dios.
Los grandes maestros judíos intentaban encontrar y proponer una pauta que diera unidad a toda la revelación divina en su aspecto normativo. Y esto desde hacía ya muchos siglos. Basta recordar el intento del profeta Miqueas en el s. VIII a. C., el cual quiere sintetizar en una frase toda la voluntad de Dios para el hombre: “Se te hace saber, hombre, lo que es bueno, lo que el Señor pide de ti: tan sólo respetar el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente a tu Dios” (Miq 6,8). El maestro Hillel, 20 d.C., había propuesto este principio unificador: “No hagas al prójimo lo que a ti te resulta odioso, esto es toda la ley. El resto es sólo explicación”. Igualmente, un siglo después, el famoso maestro judío Akiba, comentando Lv 19,18 (“ama a tu prójimo como a ti mismo”), afirma: “este es un gran precepto y un principio general de la ley”. No es exacto afirmar que para la tradición judía los 613 preceptos (miswôt), de los cuales 365 eran negativos y 248 positivos, eran colocados todos al mismo nivel. Además de la distinción jurídica y formal entre preceptos graves y secundarios, pequeños y grandes, generales y específicos, siempre existió en Israel la preocupación por encontrar un principio que diera unidad a la voluntad de Dios manifestada en tantas normas y establecer un cierto orden y jerarquía.
La novedad del evangelio no consiste, por tanto, en el hecho que establezca como principio unificador el valor supremo del amor. Esto se repite a menudo en la tradición bíblica y fue enseñado sin cesar por los maestros judíos. Cuando Jesús afirma que el primer mandamiento es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30), hace referencia al núcleo esencial del credo religioso del israelita piadoso que recita dos veces al día el Shemá: “Escucha Israel, Yahvéh es nuestro Dios, Yahvéh es uno. Amarás a Yahvéh, tu Dios, con todo tu corazón...” (Dt 6,5) (primera lectura). Jesús retoma el fundamento de la fe de Israel y lo propone a sus discípulos como el primero y el más importante de los mandamientos: el amor íntegro y total a Dios como único Señor. La originalidad de la propuesta de Jesús se encuentra sobre todo en la segunda parte de su respuesta, donde define el segundo mandamiento con una fórmula bíblica, tomada del “código de santidad” del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Jesús se refiere al mandamiento del amor al prójimo colocándolo al mismo nivel que el primero, en cuanto pertenece a la misma categoría de principio unificador y fundamental: “No hay mandamiento más importante que éstos” (Mc 12,31).
La perspectiva de totalidad y de radicalidad que asume el amor de Dios y del prójimo, como principio unificador de vida, queda confirmada por la respuesta del escriba, el cual afirma que esta doble vertiente del amor “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (v. 33). El amor propuesto por Jesús no es una simplificación de los mandamientos de la ley, sino la clave de toda la ley. Él no quiere presentar una normativa compuesta de dos preceptos primarios en relación con los otros, sino más bien ofrecer la perspectiva de fondo con la cual vivir toda la ley. Sólo el amor a Dios y al prójimo da sentido y valor a las acciones humanas; sólo en el amor la religiosidad es una experiencia razonable y humanizante. El interés de Jesús no es simplemente construir una escala de valores, sino llevar al hombre a la raíz y a la esencia de toda experiencia religiosa y ética: el amor íntegro a Dios como único Señor y el amor activo, misericordioso y desinteresado hacia los demás.
Monsenor Silvio Jose Baez
Obispo Auxiliar de Managua
Hebreos 7,23-28
Marcos 12,28b-34
La voluntad de Dios encuentra su máxima y definitiva expresión en el doble mandamiento evangélico del amor a Dios y al prójimo, el cual da sentido y unidad a toda la existencia cristiana y es al mismo tiempo el mejor antídoto contra la casuística farisea de la ley y el espiritualismo etéreo que descuida el compromiso concreto en la vida. Hoy Jesús nos ofrece la clave fundamental para cumplir la voluntad de Dios, que “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33): el amor íntegro a Dios como único Señor y el amor activo y desinteresado hacia el prójimo.
LA PRIMERA LECTURA (Dt 6,2-6) recuerda que los mandamientos de la antigua alianza no eran normas opresoras y caprichosas impuestas por Yahvéh, sino expresión de su voluntad concreta de vida y de felicidad para Israel. El pueblo era llamado a vivir en una relación de amor y de fidelidad con el Dios que le había liberado de la tierra de la esclavitud, y en la medida en que cumplía los mandamientos de la ley conservaba su existencia y su libertad (vv. 2-3). El conocido texto del “Shemá” (vv. 4-6), que el piadoso israelita recita diariamente, resume toda la ley. El mandamiento “Escucha, Israel” expresa la condición del pueblo y el sentido de su vocación, que es obedecer totalmente a la palabra de Dios. Así como Yahvéh es “Uno”, es decir, no está dividido en multitud de formas como los dioses cananeos, el pueblo está llamado a amarlo con amor único, indivisible y total. Del hecho de que el Señor sea uno y único deriva el imperativo de amarlo con la totalidad de la persona: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (v. 5). Del amor a Dios se pasa casi espontáneamente al cumplimiento de los preceptos: “Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo” (v. 6). Pero no se abandona la esfera de la interioridad. El vínculo entre los dos aspectos (amor a Dios y cumplimiento de los mandamientos) se afianza en “el corazón”. El amor al Señor con todo el corazón se manifiesta en el conservar sus palabras en el propio corazón. De nada serviría conocer y escuchar “las palabras que hoy te digo”, si no descienden primero al corazón, para ser meditadas con amorosa inteligencia y conservadas en la memoria, de forma que lleguen a convertirse en el principio que mueve y guía todos los pensamientos y acciones.
LA SEGUNDA LECTURA (Hb 7,23-28) presenta a Cristo como la síntesis y la perfección de los diversos aspectos del sacerdocio. A la contingencia y temporalidad de los sacerdotes de la antigua alianza, se opone la eternidad del sacerdocio de Cristo (v. 25); a su debilidad humana se contrapone su total santidad (v. 26); a su insuficiencia se opone su unicidad y totalidad (v. 27). Precisamente por eso la eficacia salvadora de Cristo es absoluta, mientras que el sacerdocio del Antiguo Testamento participaba de la impotencia, debilidad e incapacidad salvífica de la ley.
EL EVANGELIO (Mc 12,28-34) pertenece al conjunto de relatos polémicos con el que se concluye el ministerio de Jesús en el evangelio de Marcos. Jesús ha llegado finalmente a Jerusalén y se enfrenta con los representantes del judaísmo oficial en una serie de controversias religiosas sobre temas fundamentales de la fe. En el texto que se lee hoy un “maestro de la Ley” le pregunta: “Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de todos?” (Mc 12, 28). La pregunta refleja una de las preocupaciones más grandes del judaísmo de la época de Jesús, que buscaba afanosamente establecer un “principio unificador” de las distintas formulaciones de la voluntad de Dios.
Los grandes maestros judíos intentaban encontrar y proponer una pauta que diera unidad a toda la revelación divina en su aspecto normativo. Y esto desde hacía ya muchos siglos. Basta recordar el intento del profeta Miqueas en el s. VIII a. C., el cual quiere sintetizar en una frase toda la voluntad de Dios para el hombre: “Se te hace saber, hombre, lo que es bueno, lo que el Señor pide de ti: tan sólo respetar el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente a tu Dios” (Miq 6,8). El maestro Hillel, 20 d.C., había propuesto este principio unificador: “No hagas al prójimo lo que a ti te resulta odioso, esto es toda la ley. El resto es sólo explicación”. Igualmente, un siglo después, el famoso maestro judío Akiba, comentando Lv 19,18 (“ama a tu prójimo como a ti mismo”), afirma: “este es un gran precepto y un principio general de la ley”. No es exacto afirmar que para la tradición judía los 613 preceptos (miswôt), de los cuales 365 eran negativos y 248 positivos, eran colocados todos al mismo nivel. Además de la distinción jurídica y formal entre preceptos graves y secundarios, pequeños y grandes, generales y específicos, siempre existió en Israel la preocupación por encontrar un principio que diera unidad a la voluntad de Dios manifestada en tantas normas y establecer un cierto orden y jerarquía.
La novedad del evangelio no consiste, por tanto, en el hecho que establezca como principio unificador el valor supremo del amor. Esto se repite a menudo en la tradición bíblica y fue enseñado sin cesar por los maestros judíos. Cuando Jesús afirma que el primer mandamiento es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30), hace referencia al núcleo esencial del credo religioso del israelita piadoso que recita dos veces al día el Shemá: “Escucha Israel, Yahvéh es nuestro Dios, Yahvéh es uno. Amarás a Yahvéh, tu Dios, con todo tu corazón...” (Dt 6,5) (primera lectura). Jesús retoma el fundamento de la fe de Israel y lo propone a sus discípulos como el primero y el más importante de los mandamientos: el amor íntegro y total a Dios como único Señor. La originalidad de la propuesta de Jesús se encuentra sobre todo en la segunda parte de su respuesta, donde define el segundo mandamiento con una fórmula bíblica, tomada del “código de santidad” del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Jesús se refiere al mandamiento del amor al prójimo colocándolo al mismo nivel que el primero, en cuanto pertenece a la misma categoría de principio unificador y fundamental: “No hay mandamiento más importante que éstos” (Mc 12,31).
La perspectiva de totalidad y de radicalidad que asume el amor de Dios y del prójimo, como principio unificador de vida, queda confirmada por la respuesta del escriba, el cual afirma que esta doble vertiente del amor “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (v. 33). El amor propuesto por Jesús no es una simplificación de los mandamientos de la ley, sino la clave de toda la ley. Él no quiere presentar una normativa compuesta de dos preceptos primarios en relación con los otros, sino más bien ofrecer la perspectiva de fondo con la cual vivir toda la ley. Sólo el amor a Dios y al prójimo da sentido y valor a las acciones humanas; sólo en el amor la religiosidad es una experiencia razonable y humanizante. El interés de Jesús no es simplemente construir una escala de valores, sino llevar al hombre a la raíz y a la esencia de toda experiencia religiosa y ética: el amor íntegro a Dios como único Señor y el amor activo, misericordioso y desinteresado hacia los demás.
Monsenor Silvio Jose Baez
Obispo Auxiliar de Managua
viernes, 2 de noviembre de 2012
LA MUERTE DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE MARCOS (Marcos 15,33-39; 16,1-6)
(Marcos 15,33-39; 16,1-6)
El relato de la muerte de Jesús en el evangelio de Marcos es de una densidad teológica impresionante. Desde el mediodía hasta media tarde, en el momento en que Jesús muere, las tinieblas cubren la tierra (v. 33). Para algunos autores, esta oscuridad simboliza la dimensión cósmica y escatológica de la muerte salvadora de Jesús; para otros, en línea más profética-apocalíptica es un signo premonitor del juicio divino; otros opinan, probablemente con más razón, que las tinieblas son símbolo de la presencia oculta de Dios, Señor de la luz y de las tinieblas (cf. Is 45,7; Sal 139,11-12). Dios estaba en la cruz de Jesús (luz), aunque Jesús no percibió su presencia (tinieblas). Es la paradójica revelación de la cruz: Dios se hace presente como ausente.
A media tarde Jesús grita: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (v. 34). Por una parte, expresa su dolor por sentirse abandonado por Dios. En la Biblia, ser abandonado por Dios es reconocer que Dios no ha intervenido para salvar. Dios no ha auxiliado a su Hijo en el momento extremo de la muerte. Al mismo tiempo, Jesús proclama su confianza ilimitada invocando a Dios en medio de aquel silencio aterrador: “Dios mío, Dios mío”. Jesús grita su angustia como diálogo con Dios y su dolor lo expresa en una oración que proclama su infinita confianza.
Su grito es, por una parte, reconocimiento del abandono; por otra, reconocimiento de la presencia del Dios que parece ausente. Experimentar a Dios como ausente es también una forma de relacionarse con él. La relación de Dios con Jesús no se interrumpe, aun cuando Dios parece desaparecer. Jesús muere con una fe perfecta, abandonándose sin reservas en Dios su Padre, en medio de la oscuridad de la muerte y con un “por qué” sin respuesta en sus labios. Una respuesta anticipada al misterio de esta muerte, se escucha en los labios del centurión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (v. 39).
El día de pascua, cuando las mujeres entran al sepulcro, descubren que Jesús no está allí. Ha ocurrido algo que escapa a los sentidos humanos y al control del hombre. Por eso es necesario escuchar una palabra del cielo, porque sólo Dios puede revelar el evento: “No tengáis miedo. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí, ved el lugar donde lo pusieron “ (v. 6). Este es el fundamento último de nuestra fe: el condenado y crucificado es el Viviente, el que ha muerto en un gesto de obediencia al Padre y de amor a sus hermanos los hombres vive por siempre y es el dador de vida. Y quienes viven en comunión con él y le siguen por el camino del evangelio, participan con él de su muerte y también de su resurrección: "Yo soy la resurrección. El que cree en mí aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás" (Jn 11,25-26).
+Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
Obispo Auxiliar de Managua
El relato de la muerte de Jesús en el evangelio de Marcos es de una densidad teológica impresionante. Desde el mediodía hasta media tarde, en el momento en que Jesús muere, las tinieblas cubren la tierra (v. 33). Para algunos autores, esta oscuridad simboliza la dimensión cósmica y escatológica de la muerte salvadora de Jesús; para otros, en línea más profética-apocalíptica es un signo premonitor del juicio divino; otros opinan, probablemente con más razón, que las tinieblas son símbolo de la presencia oculta de Dios, Señor de la luz y de las tinieblas (cf. Is 45,7; Sal 139,11-12). Dios estaba en la cruz de Jesús (luz), aunque Jesús no percibió su presencia (tinieblas). Es la paradójica revelación de la cruz: Dios se hace presente como ausente.
A media tarde Jesús grita: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (v. 34). Por una parte, expresa su dolor por sentirse abandonado por Dios. En la Biblia, ser abandonado por Dios es reconocer que Dios no ha intervenido para salvar. Dios no ha auxiliado a su Hijo en el momento extremo de la muerte. Al mismo tiempo, Jesús proclama su confianza ilimitada invocando a Dios en medio de aquel silencio aterrador: “Dios mío, Dios mío”. Jesús grita su angustia como diálogo con Dios y su dolor lo expresa en una oración que proclama su infinita confianza.
Su grito es, por una parte, reconocimiento del abandono; por otra, reconocimiento de la presencia del Dios que parece ausente. Experimentar a Dios como ausente es también una forma de relacionarse con él. La relación de Dios con Jesús no se interrumpe, aun cuando Dios parece desaparecer. Jesús muere con una fe perfecta, abandonándose sin reservas en Dios su Padre, en medio de la oscuridad de la muerte y con un “por qué” sin respuesta en sus labios. Una respuesta anticipada al misterio de esta muerte, se escucha en los labios del centurión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (v. 39).
El día de pascua, cuando las mujeres entran al sepulcro, descubren que Jesús no está allí. Ha ocurrido algo que escapa a los sentidos humanos y al control del hombre. Por eso es necesario escuchar una palabra del cielo, porque sólo Dios puede revelar el evento: “No tengáis miedo. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí, ved el lugar donde lo pusieron “ (v. 6). Este es el fundamento último de nuestra fe: el condenado y crucificado es el Viviente, el que ha muerto en un gesto de obediencia al Padre y de amor a sus hermanos los hombres vive por siempre y es el dador de vida. Y quienes viven en comunión con él y le siguen por el camino del evangelio, participan con él de su muerte y también de su resurrección: "Yo soy la resurrección. El que cree en mí aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás" (Jn 11,25-26).
+Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
Obispo Auxiliar de Managua
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